EL MATRIMONIO DE ENRIQUE Y CATALINA
Enrique VIII y Catalina de Aragón se casaron el 11 de Junio de 1509 en la iglesia franciscana de Greenwich en una ceremonia privada y discreta. Él estaba por cumplir dieciocho años y ella tenía veintitrés. A pesar de sus años de calvario, soledad, frío y enfermedades, Catalina apareció radiante y virginal: vistió de blanco, con el pelo largo y suelto como símbolo de la mujer pura y casta. En el transcurso de la ceremonia, el arzobispo de Canterbury, antes de sellar ante Dios la real unión, dijo lo siguiente: " Ilustrísimo Príncipe, ¿ es vuestra voluntad cumplir el Tratado Matrimonial y, dado que el Papa os ha dispensado a lo referente a esta unión ( con Arturo), tomar a la princesa aquí presente por vuestra mujer legítima? ". Despues del el sí del joven regio, todo estaba en orden. Él, por voluntad propia se casó con Catalina, con la autorización y la bula papal, y sin presión alguna. No hubo celebraciones públicas y, al parecer, tampoco se observó la ceremonia tradicional que consistía en acostar a los recién desposados.
Al describir la noche de bodas que siguió, al rey Enrique le agradaba vanagloriarse de que en realidad había hallado en su esposa “ una doncella ”. La coronación estaba fijada para el día de san Juan Bautista y Enrique deseaba que su esposa compartiera la coronación con él. El día 21 de junio, los reyes y la corte se trasladaron a la Torre de Londres, donde tradicionalmente se hospedaban los soberanos antes de ser coronados.
El rey quiso aprovechar la oportunidad de su boda y de su coronación para congraciarse con su pueblo. Limpió las calles, hizo fiestas, hubo música en cada uno de los barrios y juegos florales. Los colores escarlata y rojo, blanco y verde, los colores de la casa real de los Tudor, engalanaron todos los rincones. El 23 de junio, Londres se llenó de alegría cuando el rey y la reina atravesaron en procesión Cheapside, Temple Bar y el Strand hasta el Palacio de Westminster. En honor de la coronación, los edificios que bordeaban la carrera estaban adornados con tapices y de los caños manaba vino que la gente podía beber sin pagar nada.
Enrique cabalgaba debajo de un palio que portaban los barones de los Cinco Puertos, precedido por sus heraldos. Estaba resplandeciente enfundado en un jubón de oro con piedras preciosas engarzadas debajo de un manto de terciopelo carmesí, forrado de armiño, y sobre los hombros un tahalí de rubíes. Catalina, con su abundante y reluciente cabello rubio-rojizo cayéndole por la espalda, vestía de raso blanco bordado y pieles de armiño. Seguía a su esposo en una litera adornada con colgantes de seda blanca y cintas doradas, soportada sobre el lomo de dos palafrenes blancos aderezados con paño blanco de oro. Sus damas, con soberbios trajes de terciopelo azul, la seguían montadas en mansos corceles no menos vistosos.
La abuela de Enrique, Margarita Beaufort, que contemplaba la procesión desde una ventana de Cheapside, lloraba de gozo, impresionada por el espectáculo. Caía ya la tarde cuando el rey y la reina llegaron al Palacio de Westminster. Enrique y Catalina velaron toda la noche antes de la coronación en la capilla de San Esteban.
El 24 de Junio, Enrique y Catalina se trasladaron a Westminster, donde él sería coronado rey y ella reina consorte. El cortejo iba presidido por el rey que vestía un lujoso traje que acentuaba su virilidad. Llevaba una capa de terciopelo carmesí con pieles de armiño. Entre las joyas del monarca destacan varios rubíes, esmeraldas y enormes perlas cosidas a su traje. Iba subido en un corcel engalanado con sedas y ornamentos de damasco. Tras él iban nueve pajes vestidos de gala, con trajes de terciopelo celeste. Los caballos de los efebos iban ataviados con telas negras, donde se habían bordado con primor los escudos de todas las posesiones reales: los de Inglaterra y Francia, Gascuña, Guyena, Normandía, Anjou, Gales, Cornualles e Irlanda.
Detrás de los pajes iba Catalina en una litera tirada por dos elegantes caballos mansos. Las blancas crines impedían que resaltase el raso blanco, perfectamente bordado con hilos de oro, de parte del vestido de quien iba a ser coronada reina. Catalina llevaba un traje de seda blanco y sobre su cabeza reposaba una corona de oro en la que se habían engastado seis zafiros y diversas perlas. En una de las manos sujetaba con recio pulso un cetro de oro rematado con una paloma. Tras la reina iban seis caballeros con guarniciones de oro. Un carro situado mucho más atrás conducía a las damas más notables de la corte. Catalina miraba a un lado y al otro de su calesa, exhibiendo la más bella de las sonrisas.
El rey llegó a la Abadía y descendió de su caballo. Con paso lento y seguro, fue caminando por la alfombra repleta de hierbas aromáticas y flores frescas, cogidas esa misma madrugada. La reina detrás, como mandaba el protocolo. Cuando los reyes y nobles traspasaron la puerta, el gentío rompió los cordones de seguridad y destrozó la alfombra. Todos querían guardarse un trozo como recuerdo de tan señalado día.
Mientras el bullicio de Londres esperaba fuera la salida de los reyes de Inglaterra, en la abadía, los cánticos y los coros se sucedían. Enrique fue ungido con el aceite sagrado y juró ante Dios y ante la corona. A continuación el arzobispo Warham procedió a consagrarle con la corona de San Eduardo el Confesor. El coro rompió a cantar Tedeum Laudamus mientras treinta y ocho obispos conducían al monarca recién consagrado hasta su trono para que recibiera el homenaje de sus súbditos principales. Tras la ceremonia de coronación de Enrique VIII, se celebró la investidura de Catalina como reina consorte.
En una ceremonia mucho más corta, fue coronada con una pesada diadema de oro engastada con zafiros, perlas y rubíes. Sus ojos brillaban al igual que las joyas; miraba a su marido, sonreía y lloraba de la emoción. Cuando la pareja real salió de la Abadía, el rey llevaba la corona "imperial" o corona arqueada, que era más ligera, y una vestidura de terciopelo de color púrpura forrada con armiño, mientras la multitud profería vítores, sonaban el órgano y las trompetas, atronaban los tambores y replicaban las campanas para señalar que Enrique VIII había sido coronado gloriosamente por el bien del país entero.
A la salida de Westminster el cortejo paseó lento por las calles de Londres. Las campanas repicaban sin cesar. Caía una lluvia de flores. Y se alzaban los vítores de " Larga vida al rey Enrique VIII " y " Dios salve a la Graciosa Reina ". Era un pueblo emocionado, que veía pasar a unos reyes jóvenes también emocionados. Hacía décadas que el pueblo inglés no se volcaba con un acontecimiento regio como ése. Enrique, agradecido, abrió los grifos del vino y regaló tan suculento caldo a todo el que quisiera, en diversas plazas y parques de la ciudad. Pero hay crónicas que muestran otros capítulos de esas fiestas de esponsales y coronación de los reyes de Inglaterra. Dicen que al paso del cortejo por una taberna que llevaba el nombre de Cardinal's Hat ( El sombrero del cardenal), sin previo aviso, empezó a tronar y llover de tal manera que el palio que resguardaba a la reina no pudo impedir que su manto de pieles de armiño se mojara. Muchos han visto en esa imagen una premonición de lo que sucederá en años posteriores.
Se gastaron 1500 libras en la coronación de la reina solamente, tres veces la suma que habían costado las celebraciones de la boda en 1501 y apenas 200 libras menos de cuanto se dedicó a la coronación del propio rey. Fueron necesarias alrededor de 1830 metros de tela roja y otros 1500 de tela escarlata superior. Se hicieron cuidadosas listas de aquellos con derecho a lucir la nueva librea diseñada de terciopelo carmesí.
Después de la coronación, los Reyes encabezaron la gran procesión de vuelta a Westminster Hall para el banquete correspondiente, que debía ser " más grande que el que César alguno haya conocido". Una vez se hubieron sentado todos, sonó una fanfarria y el duque de Buckingham y el conde de Shrewsbury entraron en la sala montados a caballo para anunciar la llegada de las suntuosas, excelentes y delicadas viandas en gran abundancia. Cuando hubieron dado cuenta del segundo plato, el Paladín del Rey, sir Robert Dymmocke, se paseó por la sala montado en su corcel antes de arrojar su guantalete con el desafío acostumbrado a quien se atreviese a impugnar el título del rey. Enrique le recompensó con una copa de oro. Para realzar la triunfal coronación, se celebraron justas y torneos en los jardines del palacio de Westminster. Las celebraciones continuaron durante varios días, poniendo fin a los festejos la muerte de Margarita Beaufort el 29 de junio.
Fuentes:
Alison Weir, Enrique VIII, el rey y la corte. 2003 Editorial Ariel S.A.
Garrett Mattingly, Catalina de Aragon. 1998 Ediciones Palabra, S.A.
Antonia Fraser, Las seis esposas de Enrique VIII.1998 Ediciones B Argentina, S.A.
Vicenta Marquez de la Plata, El trágico destino de los hijos de los Reyes Católicos. 2008 Santillana Ediciones Generales, S.L
Luis Ulargui, Catalina de Aragón. 2004 Random House Mondadori S.A.



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